Salón de palabras

Bienvenido/a. Has abierto una puerta a un mundo mágico. La Voz de los Días tiene la facilidad de convertir la cotidianidad en sueños posibles, de hacernos ser lo que siempre hemos querido ser; volar con la libertad de un pájaro, dejar que la imaginación nos lleve a aquellos lugares que nuestro cuerpo no se atreve, o a veces no puede... En definitiva, ser nosotros. Leerme - me permito lector/a ser osada-, será para ti la prueba de que la Palabra consigue, y en este rincón especial al que has llegado, que poco a poco te quedes atrapad/a y no quieras seguir dando vueltas en busca de lo que ya has encontrado... En este libro cualquier sensación se parecerá más a un sueño que a una posibilidad. Ponte cómodo/a... Y si quieres conseguirlo, tus deseos son órdenes.


miércoles, 25 de diciembre de 2024

CARBÓN DE AZÚCAR (Cuento real de Navidad)

 Diecinueve de diciembre estuve en un recital en el Convento de Las Claras de Villarrobledo.. Se trataba de contar sobre la Navidad, Poesía, relato, cuentos o historias de otros. Yo decidí hablar de mí, de por qué no me gusta la Navidad, de por qué las cosas nos marcan, de por vida... Hablar es en mí, poner Voz a los Días; escribir la vida con sus luces y sombras, contar, para seguir viviendo, incluso de los recuerdos.

CARBÓN DE AZÚCAR

 ¿Dónde está la felicidad en Navidad?, le pregunté a la abuela aquella Noche Buena con mis diez años cumplidos en agosto.

Se encogió de hombros. Ella sabía que esos días, precisamente, eran en los que menos alegría había en la casa, porque faltaba su marido, que aunque hombre tosco y maltratador, en aquellas vidas era ayuda en el sustento en tiempos de penuria.En diciembre nunca estaba la hija, también madre, siempre ausente por imperativo de la necesidad; salvo en el mes que era de vacaciones y encuentro, algún abrazo y ninguna conversación concluyente que cambiara lo que ya estaba dicho en las cartas recibidas durante el año.

 Faltaba la algarabía por imperativo de la festividad, por todo eso y por lo que se suponía que era la Navidad para otras gentes, en la que parecía que todos estaban contentos, porque la alegría, nos decían, era por el nacimiento del Niño Jesús, pero yo no dejaba de preguntar a la abuela, como era que un niño nacía en Belén todos los años, a la misma hora, era, agasajado con presentes y adorado por reyes, pero poco tiempo después llegaban días de tristeza al recordar como a ese Niño, ya adulto, lo abucheaban y crucificaban en unos maderos. La abuela volvía a encogerse de hombros, luego pasaba su mano por el moño negro, como queriendo constatar que las horquillas seguían en su sitio y sobre su cabeza se mantenía la responsabilidad, además del lustre que le aportaba al pelo la brillantina, que era el único brillo permitido en una casa en luto perpetuo. Perder dos hijos era lo que a la abuela le retiró la alegría de la vida. Por eso creo que, además de por la pobreza, no había belén ni árbol con espumillón en Navidad. Eso estaba en otras casas, pero no en la nuestra. Ni siquiera había aún televisión a la que rodearle, como una bufanda, guirnaldas de colores.

Los días navideños, por tanto, solo me gustaban cuando se acercaba el final de todo aquello, especialmente el último día en el que los vecinos se preparaban doce granos de uva que esperaban les trajeran suerte, aunque a veces se les atragantaban, para acto seguido afanarse en un baile de ritual y besos de sudoración compartida, en las casas en las que el anís del mono y las toñas rebosantes de nueces y almendras, eran el colofón gastronómico a sus delirios momentáneos.

 

Mientras tanto, la abuela y yo, solas, nos abrazábamos en aquella cama de matrimonio desgastado, para despedir el año al calor del corazón, haciendo planes para la llegada del seis de enero, porque eso ya era más cosa de niños y la felicidad se iba acercando en camellos porteadores de alegría.

Era mi momento más esperado, porque en la casa no había para turrón ni fruta escarchada, pero la ilusión en forma de juguete y carbón de azúcar, porque la rebeldía también se agasajaba, no se me escatimaba en casa de la abuela.

 La pobreza se obligaba a sisar monedas para la recaudación. El tazón en el que el abuelo tomaba las sopas de pan y leche, fue la caja fuerte que, desde su muerte, atesoró los céntimos que la abuela guardaba de los pocos que sobraban de las pesetas invertidas en pan y aceite. Ese gesto de amor suyo era la posibilidad de que los Reyes Magos llegaran a casa la noche más mágica jamás vivida por la niña triste, que hablaba poco, jugaba en soledad y se habitaba de esperanza.

 La abuela, en su gramática parda, me dictaba lecciones de vida. Ella decía que las fechas son las que son y que no hay que darles mucha importancia, porque si en unas no se es feliz, en otras se conseguirá reír por cualquier cosa.

Hasta hoy, el tiempo no ha conseguido eludir a las ausencias, porque en la penumbra de todos los diciembres, las luces navideñas parpadean como estrellas lejanas que no alcanzan a calentar el corazón, pero en ese vacío aparente, la memoria teje un tapiz de momentos, y en las Noches Buenas, que a veces han sido buenas noches, el Espíritu de la Navidad se sienta a la mesa y ocupa sillas vacías. Es entonces, cuando los seres queridos salen de la cocina cantando villancicos que se convierten en susurros del alma, porque la verdadera magia de estas fiestas reside en la capacidad de sentir cerca lo lejano y de hacer presente lo ausente, en el calor de los recuerdos.

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