Salón de palabras

Bienvenido/a. Has abierto una puerta a un mundo mágico. La Voz de los Días tiene la facilidad de convertir la cotidianidad en sueños posibles, de hacernos ser lo que siempre hemos querido ser; volar con la libertad de un pájaro, dejar que la imaginación nos lleve a aquellos lugares que nuestro cuerpo no se atreve, o a veces no puede... En definitiva, ser nosotros. Leerme - me permito lector/a ser osada-, será para ti la prueba de que la Palabra consigue, y en este rincón especial al que has llegado, que poco a poco te quedes atrapad/a y no quieras seguir dando vueltas en busca de lo que ya has encontrado... En este libro cualquier sensación se parecerá más a un sueño que a una posibilidad. Ponte cómodo/a... Y si quieres conseguirlo, tus deseos son órdenes.


martes, 17 de noviembre de 2015

FLORES PARA UNA GUERRA



La lluvia había regado sus lágrimas por los terruños ásperos que heredó aquél invierno, cuando su padre cerró los ojos, definitivamente, para no ver la desolación a su alrededor recolectando miserias.

Pero él, como tantos otros, despediría los besos de su amada en el andén, mortecino y frío, de la penúltima estación en unos minutos. La guerra reclamaba víctimas y los mandatarios no aceptarían un no por respuesta. Su madre escondía lamentos en el pañuelo gastado y le guardó un beso en el bolsillo.

—Para el camino, hijo, por si no tienes nada que llevarte a la boca. Le había dicho mientras ella también regaba la tierra con su pena.

¿Cuánto tiempo había transcurrido desde que emprendiera el viaje? Ya había perdido la cuenta. Se aconsejó intentar dormir un poco, porque al amanecer, otro amanecer, él, junto a los macilentos y agotados soldados que se hacinaban a su lado, deberían asaltar, como cada día, durante meses, en tantos años y demasiadas penas, a la población hambrienta, a la que ya no le quedaba ni el recurso de un sueño bajo las bombas.

Pero aquella amanecida de escarcha no fue de fuego cruzado. Cada vez que un gatillo era apretado, una hermosa flor acariciaba al viento inundando las ruinas y cambiando el fétido olor de la muerte.

Él no tardó en darse cuenta. Sabía que Ella, su madre, era una Maga escondida entre pucheros. Y aquella mañana, que los besos sabían a sal y despedida, le había guardado semillas de Paz en el bolsillo.