Los Pulmones se habían
reunido de urgencia en el gabinete de crisis.
La situación que les
contemplaba, no permitía dilación alguna. Hacía tiempo que deberían haber
tomado una decisión que les permitiera a ellos, y a otros congéneres, salir
airosos de la lúgubre caverna en la que se habían ido metiendo —por culpa de su
falta de sentido común—, que había derivado en dependencia y rebeldía.
Pero aún estaban a
tiempo. El mal ya estaba hecho; en mayor o menor medida, pero si se unían, la fuerza
les haría ganar la batalla a la encarnizada guerra que se estaba librando en
sus dominios.
La cosa no pintaba
bien. Todo era negro —como futuro incierto—, porque el sistema que les
gobernaba les había dejado fuera de combate. Sin reservas para vivir con la
calidad necesaria, ni fuerzas suficientes para plantarle cara a los desafíos de
una vida, a veces tan alegre y sana, y otras, tan abocada a los malos humos.
La Nicotina, enemiga
acérrima desde que le abrieron las puertas de su intimidad, les estaba jugando
muy malas pasadas. No solo les hacía perder cantidades importantes de los
exiguos ingresos que entraban por la puerta sino que se jugaban, a la carta más
alta, la salud que se escapaba por la ventana, como ladrón descubierto
llevándose la plata.
Cuando llegaron a la
asamblea convocada, la Bronquitis y el Asma se situaban en los sitios
habituales que por años venían ocupando.
Se esperaba —aunque en
realidad no le querían ver aparecer—, al Cáncer. Era duro de pelar. Sabían de
lo traicionero que podía ser, de lo nefasto de su comportamiento. —Ojala se
arrepienta y no venga. —Mascullaban las
lenguas de papilas apagadas, entre feas dentaduras.
Quién primero tomó la
palabra, era una mujer de cabello teñido de azul. Usaba gafas de concha que escondían ojos vivaces, algo miopes.
Hacía años que convivía con los reunidos. No en vano, desde que acabó la
carrera de medicina, Doña Amparo no era sino eso: amparo de todos y todo. El
remedio de los males y el consuelo de los malos.
Había sido su primer
destino el pueblo donde aún seguía. En él, hacía años que había situado su
cuartel general. Era buena en lo suyo. Se aferraba al fonendoscopio en un ir y
venir del enfermo al sanado, con precisión de
relojero. Y, como ella decía: —más vale lo malo por sanar, que lo sano
por enfermarse. Y, ahí estaba, presidiendo la mesa. Con mirada inquisitiva y
disposición entrenada por años, para dar un golpe de efecto que acabara con la
rebelión que atacaba por todos los frentes. ¡Porque buena era ella. No sabían
los reunidos a quién se habían enfrentado.
—¡Se acabó! —Dijo
arrojando las cajetillas de tabaco a la canasta de los deshechos. A partir de ahora, el Oxigeno os dará las
pautas que tenéis que seguir. Yo, estaré al frente de la contienda. No quiero
deserciones. Acabo de decretar un estado de emergencia. Por consiguiente;
un estado de alarma, estado de excepción y estado de sitio. Así que,
firmes, y a entregar las armas.
Los Alveolos aplaudían.
En su fuero interno, admiraban a esa mujer que, tantas veces, les había
recetado remedios para su ahogo en tiempo de crisis.
Quienes musitaban casi
escondidos entre la enfermedad —por vergüenza, reconocerían más tarde—, eran
las Disfunciones Eréctiles. Tantas veces en tela de juicio y anunciadas, sin
reserva, en los paquetes ahora abocados al abandono. Gracias al golpe de efecto
de Dª Amparo.
Algunos adictos
acérrimos a la Nicotina, se resistían a aceptar el estado decretado por la
doctora. Le acabaron recriminando que, ahora, el tiempo se les eternizaría.
Sabían que cuando tratan de abandonar su hábito tienen distorsionada la
percepción del tiempo y sienten que éste discurre más lentamente; temiendo
padecer después otro mal de difícil cura: El Aburrimiento.
Doña Amparo, no se
amedrentó. Toda calma mental y visión
profunda, puso de manifiesto la solución en forma categórica de verbal receta.
—Si se os hace largo el
tiempo, escuchar música, hacer encaje de bolillos… O piruetas... Cualquier cosa
antes de seguir fumado. Porque el tabaco, ya se sabe… Ni siquiera os deja
gozar, saborear, oler, y, menos aún, respirar. No quiero volver a ver el color
macilento en vuestros rostros.
La Bronquitis, el Asma,
la Carraspera y las Disfunciones Eréctiles, dejaron sobre la mesa y por
escrito, su renuncia al tabaco.
Las Lenguas —a veces de
doble filo—, salieron comentando a las Papilas que pronto se volverían
gustativas.
El Olfato se arrellenó
en el sillón. Tenía ante sí la pronta revolución de los aromas.
La Nicotina había
perdido una importante batalla. Lo tenía claro.
Pero Doña Amparo
tendría que luchar duro para ganar la guerra recientemente declarada contra el
abuso ejercido por el Tabaco; la devastación causada por sus aditivos, y el
interés —económicamente desmedido— de las tabacaleras.
De mi libro "La Voz de los Días"
M. Carmen Callado
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