Envuelto en primavera
el jardín exhala aromas nuevos. En un baile de mariposas, el Libro se abre
tierno en las manos de la mujer de rostro hermoso; que ha quedado dormida
en el silencio de la tarde cálida.
—Ven, le dice en tono
acariciador el Libro a la Flor que, frente a él, esparce su aroma. Y ella, de
aterciopelada piel, se deja mecer por la brisa fresca de sus hojas. —Voy a
contarte la historia de nuestros antepasados. —Le susurra, mientras aspira su
aroma. Ella, tímida, posa sus apasionados ojos en el cuerpo tatuado de
palabras.
—Erase una vez una
Flor y un Libro. La Flor, contenía en su rostro toda la belleza. El Libro, la
sabiduría. Juntos se habían propuesto recorrer el camino abierto por el
Corazón. Querían saber de las mismas
cosas y aprender el misterio de la Vida; para contribuir juntos al nacimiento
de un Mundo Mejor.
El día que se
encontraron, la Flor se balanceaba mimosa y perfumada en su tallo cubierto de
hojas tiernas; mientras que el Libro había sido olvidado en una piedra cubierta
de musgo, por un niño despistado y
juguetón. Pero la Magia, oculta en el Árbol de la Sabiduría, se había
confabulado para que ellos se re-conocieran.
—Hola, dijo la dulce
voz de la Flor, cuando el Libro, abierto sobre la roca por el suave soplido del
viento, le miró silencioso, pero decidido.
— ¡Qué…qué bella eres!
—Balbuceó, ante el rubor que le abrasaba al sentir sobre su cuerpo el aroma
limpio y fresco de su aliento.
— ¿Qué haces aquí,
tan solo? —Le preguntó al Libro con vocecilla matizada de inocencia.
— ¡Bah! Hay veces que
no me valoran lo suficiente, pero los niños son así. Prefieren llenarse la
cabeza de pájaros que de las letras que emanan las bellas palabras. Aunque yo
no me dejo amedrentar por el desánimo. Ya les llegará el tiempo en que me
buscarán para conocer todo lo que contengo en mi interior. Ahora, mi amigo se
ha olvidado de mí por haberme traído a regañadientes. Ha salido corriendo a la
captura de lagartijas, sin darle importancia alguna a todos mis conocimientos.
— ¡Ah, vaya! si que
pareces importante.
—Perdona, si te
parezco engreído; pero sí, lo soy.
— ¿Y qué es lo que de
ti se puede aprender, para ser tan importante?
— ¡Oh! No acabaría de
contarte. Necesitaría siglos a tu lado para que pudieras entrar en mis
pensamientos. Llevarte a caminar de mi mano por la Naturaleza que en mí se
contiene. Dejarte sentir en la piel el amor sublime de los amantes. Que vieras
a través de tus ojos, mi vida de viajero. Darte ayuda de consejero en tus
peores momentos. O, que pudieras comprobar, como se pueden salvar, también
gracias a mí, los cuerpos enfermos de mala salud y aburrimiento… Bueno, para
qué seguir. Tú eres demasiado joven. Aún no podrás comprender todo lo que yo
puedo ofrecer.
— ¡Sí, sí que eres
engreído! —Le espetó la Flor, estampando dos gotas de rocío en el lomo
grabado de purpurina. Hay que ver qué sobrado estás de ti mismo. Yo, por
ejemplo, no soy tan erudita. Pero no me infravalores; que, aunque tierna y
menuda, puedo ser tan importante como tú.
—Explícate.
—¡¡Ahhh!! Lo que una
mujer tiene que esforzarse para que se la entienda… Para que te enteres, Libro;
soy regalo para la vista. Mis aromas inundan los sentidos de las gentes. Cuando
la vida nace, me llevan a poner el primer beso en la feliz mamá y una caricia
en la piel reciente. Otras veces, me envuelven en lazos para asistir entre
azahar a las uniones que se esperan imperecederas. Creciendo con la edad,
también me eligen para adornar los años. A los buenos estudiantes —que,
a lo mejor tú les has enseñado lo que son, no lo pongo en duda—,
se les premia con un abrazo mío entre sonrisas. Y, para no extenderme en mis
poderes e importancias: hasta a la Muerte, en su último paseo por la Vida, se
le merma su fealdad al ir junto a mi belleza.
—Entonces —convino el
Libro—, estamos hechos el uno para la otra. Juntos podemos cambiar al Mundo.
Aunque eso sí, te prevengo; no va a ser fácil.
—No importa; me
gustan los retos. Pero, imagínate: sumada tu persuasión a mi delicadeza,
podemos conseguir que la dura y triste realidad se conviertan en un camino de
rosas.
—Bueno, bueno, no
seas tan presuntuosa. Porque será también necesario un camino hecho de
palabras.
—Vale. Dijo la Flor.
Yo siembro el jardín para que florezca, y tú lo abonas de conocimientos.
Durante mucho, mucho
tiempo, el Libro y la Flor se afanaron en su empeño de engrandecer el mundo que
soñaron. Más, como se imaginaron, no fue tarea fácil. Las palabras contenidas
en la sabiduría del Libro, nunca fueron suficientes. Tampoco el cálido y
acariciador aroma de la Flor, hicieron sucumbir al fétido olor de la
incomprensión y al odio arraigado en las envidias.
Los siglos han ido
creando libros nuevos y flores diferentes. En ambos se contienen ingredientes
para escribirse siempre una nueva Historia; pero aún no ha sido posible el
entendimiento entre las gentes que, a veces, sólo a veces, esparcen al viento
semillas de buena voluntad.
La tarde había caído
sobre los brotes tiernos de la higuera. Los gatos maullaban al amor junto a las
esquinas del deseo.
La hermosa mujer, que
se había dormido al sopor del calor del verano, despertó abrazada al Libro que,
silencioso y cálido, la inundó con aroma a flores frescas.
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