Tantos años sin saber de su Vida y hoy me entero de su
Muerte.
Es lo que tiene la escritura en esas líneas que permiten la lectura
del Destino, que un día, sin esperar siquiera un cambio en la rutina, se te obliga a revivir, como si el tiempo no hubiera transcurrido, que tu amigo de la
niñez, de paseos interminables, de conversaciones de colegio y cromos
intercambiables, ha muerto. En quince días. Sin signos antes evidentes de
enfermedad; sin que nada hiciera presagiar que, a dos días de su cumpleaños, el
cielo abriría un hueco entre las nubes y se lo tragaría; quitándole a la tierra
el caminar de un hombre bueno, excelsamente bueno, me dicen.
Ella, tan soberana, vuelve a dejarnos su mensaje
incorruptible sin que le tiemble ni un solo hueso, de que manda más que cualquier corazón que
palpita en los entresijos de nuestras vísceras, venas y sangre ardiente,
y te restriega, sin paliativos, que le importa un bledo la desolación, el
llanto, la incredulidad… que deja a su paso.
Fuimos niños de madres ausentes. La suya, muerta
cuando él debería succionar sus pezones y alimentarse de todo el amor que una
madre es capaz de entregar. La mía, a kilómetros de distancia por ese juego de
la vida que se recrea en mover las fichas a su antojo.
Yo enfermé. Estuve tan grave que mi madre se desmayó
cuando le dijo el médico que poco quedaba por hacer; sino esperar el milagro de
las últimas inyecciones.
Él enfermó. Estuvo tan grave que su familia lloró
cuando les dijeron que poco quedaba por hacer; sino esperar el milagro de las
últimas inyecciones.
Pero éramos para la Vida. Y éramos tan niños…
No recuerdo cuando dejamos de pasear las tardes y de
sentarnos a ver pasar gente en los escalones que olían a pan, suspiros y
marquesitas, además de todos los dulces que horneaba Julio el panadero y que
era un placer percibir junto a las conversaciones de niños con destino.
Crecer es lo que tiene. Que no tiene sino dudas en el
transcurrir de los años que nos asignan. La vida dura el tiempo que trae
marcado desde allá donde quiera que “algo” decide que formemos parte del
paisaje y del pasaje. Nos compra un billete de vuelta. Nos entrega familia y un
rol al que atenernos o desentendernos. “Algo” que nos maneja a su antojo; que
veces nos da momentos de felicidad o nos clava puñales que nos desangran vivos.
Pero siempre Ella. Fea a rabiar. Asquerosamente fea.
Pero tan omnipotente que somos ceros a la izquierda de su guadaña siempre acechando con el calendario entre los
huesos. Y no podemos hacer otra cosa que
seguirla, si así lo trae marcado con una cruz negra sobre ese día, ese año, esa
hora… Ese maldito momento cuando aún es, tan temprano.
Diego. Un amigo de la niñez. No había vuelvo a saber
de él. Tan solo breves retazos de algún encuentro casual, hasta que la noticia
se estrelló haciéndose presencia de recuerdos tan lejanos, ahora en lo irremediable...
He visto su cara de adulto. Era el mismo ser humano
sonriente que yo ahora recuerdo tanto. Sin pizca de maldad en ninguno de sus
días. He leído cosas sobre él, del gran ser humano que era, del trabajador
responsable, del hombre intentando hacer siempre lo correcto, y me ha hecho
sentirme orgullosa de mi propia vida. Pese a como nos conducimos por ese
Destino que nos lleva; pese a las desavenencias, los olvidos, la dejadez en la
amistad o la pérdida de los amigos, siempre, siempre, he sido afortunada con la
gente que me he encontrado en el camino.
Las personas buenas han dejado su huella en mi corazón.
Las no tan buenas me han dejado un aprendizaje de por
vida.
Él era de las buenas.