Soy muy afortunada. Tu hija, mi madre, sin esperarlo, este año he tenido la suerte de tenerla a mi lado. Con su mirada triste, pero con su corazón latiendo coraje. Y, sin esperarlo (ni tú tampoco), hoy (ha pasado tanto tiempo que parece que fue ayer), te he dejado unas flores en tu lápida. No eran para ti, pero han acabado tuyas (ya sabes que a mí me pasan cosas raras). Me las han puesto en las manos, oliendo a nada, pero con un aroma penetrante a recuerdo y he ido a dejarlas en esa piedra caldeada siempre (por fuera), por un sol que se empeña en abrasar tu nombre, y al crucifijo.
Me has visto salir de casa, con tu asombro de siempre, y me has seguido como haces también siempre. Acercarme y acercarnos dando vueltas entre sepulturas, coger agua y llenar tu jarrón pintado, y tus huesos se han resentido de esa postura quieta, entumecida, cuando te he dejado flores frescas en un día que, como hoy, te has sentido más madre que nunca, porque ibas pegada a mí, como esas madres que pareciera que tienen alas en las manos y las despliegan para que ni el aire roce a su niña. Siempre te pones tan junto a mí que a veces hasta trastabillo con tu sombra (es lo que tiene no morirse nunca en el corazón). Pero, una vez más, me lo has dejado muy claro… ¿Guapa mía, por qué vienes y me traes hasta aquí, encima con el calor que hace hoy, si de sobras sabes que no estoy ahí dentro? Pero, te entiendo, tienes tantas cosas en la cabeza que de vez en cuando se te olvidan las cosas que te digo… Anda, vamos a la casa que hoy es domingo y tu madre, mi hija, está esperando a que vayamos a algún lugar a comer… Por cierto, me gustan mucho las zapatillas que le has comprado de la tienda de tu amiga Isabelica, parecen zapaticos… Yo ya no puedo usarlos, pero es una ventaja, porque yo ahora, que cada vez tengo más años, en vez de andar, vuelo.
Siempre fue ( y lo es) más madre que abuela.