Salón de palabras

Bienvenido/a. Has abierto una puerta a un mundo mágico. La Voz de los Días tiene la facilidad de convertir la cotidianidad en sueños posibles, de hacernos ser lo que siempre hemos querido ser; volar con la libertad de un pájaro, dejar que la imaginación nos lleve a aquellos lugares que nuestro cuerpo no se atreve, o a veces no puede... En definitiva, ser nosotros. Leerme - me permito lector/a ser osada-, será para ti la prueba de que la Palabra consigue, y en este rincón especial al que has llegado, que poco a poco te quedes atrapad/a y no quieras seguir dando vueltas en busca de lo que ya has encontrado... En este libro cualquier sensación se parecerá más a un sueño que a una posibilidad. Ponte cómodo/a... Y si quieres conseguirlo, tus deseos son órdenes.


sábado, 12 de mayo de 2018

Cuando un amigo (de la niñez) se va




Tantos años sin saber de su Vida y hoy me entero de su Muerte. 
Es lo que tiene la escritura en esas líneas que permiten la lectura del Destino, que un día, sin esperar siquiera un cambio en la rutina, se te obliga a revivir, como si el tiempo no hubiera transcurrido, que tu amigo de la niñez, de paseos interminables, de conversaciones de colegio y cromos intercambiables, ha muerto. En quince días. Sin signos antes evidentes de enfermedad; sin que nada hiciera presagiar que, a dos días de su cumpleaños, el cielo abriría un hueco entre las nubes y se lo tragaría; quitándole a la tierra el caminar de un hombre bueno, excelsamente bueno, me dicen.

Ella, tan soberana, vuelve a dejarnos su mensaje incorruptible sin que le tiemble ni un solo hueso,  de que manda más que cualquier corazón que palpita en los entresijos de nuestras vísceras, venas y sangre ardiente, y te restriega, sin paliativos, que le importa un bledo la desolación, el llanto, la incredulidad… que deja a su paso.

Fuimos niños de madres ausentes. La suya, muerta cuando él debería succionar sus pezones y alimentarse de todo el amor que una madre es capaz de entregar. La mía, a kilómetros de distancia por ese juego de la vida que se recrea en mover las fichas a su antojo.
Yo enfermé. Estuve tan grave que mi madre se desmayó cuando le dijo el médico que poco quedaba por hacer; sino esperar el milagro de las últimas inyecciones.
Él enfermó. Estuvo tan grave que su familia lloró cuando les dijeron que poco quedaba por hacer; sino esperar el milagro de las últimas inyecciones.

Pero éramos para la Vida. Y éramos tan niños…

No recuerdo cuando dejamos de pasear las tardes y de sentarnos a ver pasar gente en los escalones que olían a pan, suspiros y marquesitas, además de todos los dulces que horneaba Julio el panadero y que era un placer percibir junto a las conversaciones de niños con destino.

Crecer es lo que tiene. Que no tiene sino dudas en el transcurrir de los años que nos asignan. La vida dura el tiempo que trae marcado desde allá donde quiera que “algo” decide que formemos parte del paisaje y del pasaje. Nos compra un billete de vuelta. Nos entrega familia y un rol al que atenernos o desentendernos. “Algo” que nos maneja a su antojo; que veces nos da momentos de felicidad o nos clava puñales que nos desangran vivos.

Pero siempre Ella. Fea a rabiar. Asquerosamente fea. Pero tan omnipotente que somos ceros a la izquierda de su guadaña siempre acechando con el calendario entre los huesos.  Y no podemos hacer otra cosa que seguirla, si así lo trae marcado con una cruz negra sobre ese día, ese año, esa hora… Ese maldito momento cuando aún es, tan temprano.

Diego. Un amigo de la niñez. No había vuelvo a saber de él. Tan solo breves retazos de algún encuentro casual, hasta que la noticia se estrelló haciéndose presencia de recuerdos  tan lejanos, ahora en lo irremediable...

He visto su cara de adulto. Era el mismo ser humano sonriente que yo ahora recuerdo tanto. Sin pizca de maldad en ninguno de sus días. He leído cosas sobre él, del gran ser humano que era, del trabajador responsable, del hombre intentando hacer siempre lo correcto, y me ha hecho sentirme orgullosa de mi propia vida. Pese a como nos conducimos por ese Destino que nos lleva; pese a las desavenencias, los olvidos, la dejadez en la amistad o la pérdida de los amigos, siempre, siempre, he sido afortunada con la gente que me he encontrado en el camino.

Las personas buenas  han dejado su huella en mi corazón.
Las no tan buenas me han dejado un aprendizaje de por vida.
Él era de las buenas.